La
costumbre de tapar las ventanas con papel periódico aumenta el olor a trementina
en el salón. Sobre una mesa están los pinceles, oleos, acrílicos, la paleta de
colores y un lienzo preparado. El
artista sentado frente al lienzo, lo observa con la mirada perdida. Su cabello y camisa están empapados en sudor.
Con una mano rasca las picaduras de sus brazos y pantorrillas. Con la otra empuña
un matamoscas. Hoy ha aplastado diez moscas, las telarañas han atrapado otras tantas
y unos cuantos cucarrones.
Cantan
los grillos en las esquinas. Partículas de aserrín rodean las patas de la
butaca. Una cucaracha se ha filtrado por
el deteriorado cielo raso. El pintor la
sigue con la mirada. Ésta revolotea por el salón, se escucha cómo se golpea una
y otra vez contra las paredes. Luego se
posa en el centro del lienzo. El artista levanta el matamoscas y le lanza un
fuerte golpe. Lienzo e insecto se van
hacia atrás cayendo sobre la mesa. Ella queda patas arriba.
El
pintor se sube a la mesa, la aplasta con un zapato y lanza un grito. La
observa, es una mezcla de alas, cola y vientre desparramado en el cuadro. Esa figura
abstracta lo cautiva, lo inspira. Busca entre las latas de insecticida una que
contenga algo de veneno. Sale a buscar algún insecto entre la basura que lleva
acumulada semanas. Atrapa y aplasta montones de hormigas, moscas, cucarachas, ciempiés
y alacranes. Toda la noche distribuye los elementos en sus lienzos vacíos.
En
la mañana los pone al sol. Al atardecer están secos, casi chamuscados. El peculiar olor de su arte lo oculta con empastes
de acrílico. Publica fotos de sus creaciones en redes sociales. Recibe miles de
“like”. Vende los cuadros. Solo tiene
una devolución; alguien se queja al descubrir una aparente mueca en uno de
ellos. Los famosos hacen pedidos.
Como
no encuentra insectos en el basurero, roba la basura de una fábrica cercana y
la acumula con la suya. Después de una semana aparecen los insectos, estos son peculiares,
asimétricos, ciclopes, albinos y con exceso de patas. Son perfectos. Continúa
con su tarea; fumiga, pincha, desmiembra y deforma. A la experimental obra le
añade detalles, para ello usa los moscardones verdes que pisan su cocina, así
como las irregulares telarañas. Le toma mucho más tiempo de lo esperado hacer
estos cuadros, parece que los insectos se niegan a quedarse en su lugar. Nuevos
seguidores aparecen en sus redes. Aumenta sus ventas. El pintor compra millones
en materiales, los guarda en su salón.
Al
cabo de unos días baja el ranking de sus obras. Aparecen opiniones de los
compradores; “al principio me encantaron pero ahora, no sé, lloro”, “los
colores cambian de posición”, “el cuadro me observa”. Los críticos le rechazan,
“no trasmite ningún concepto, “sus trazos
son de conserje”. A la vez hay reacciones de “me gusta”, “me enoja”, “me asombra”. Casi todos los cuadros son devueltos.
Los
clavos y manchas de insecticida invaden las paredes del salón. Se ha extinguido
cada despojo guardado en el refrigerador, así como los estallidos de los
insectos. Sobre la mesa están las cuentas por pagar, el matamoscas, pinceles y acrílicos.
De nuevo, este hombre está sentado frente a un lienzo de entramado grueso, en cuyos
poros entre abiertos aún no se ha filtrado la luz, ni el pigmento, ni la forma,
ni el sonido.
Alejandra B Gutiérrez Y
Este cuento está publicado en la revista de escritura expresiva número ocho, Descalzos o en Chancletas, Universidad de Ibagué.
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